Marina
se llamó mi abuela. Murió hace diez años. Junto con mi abuelo habitaron varios
pueblos de la costa de Chiapas. Se dedicaron, entre otras cosas, a la pesca del
camarón. De
pequeño pasé muchos días entre esas casas de palma y patios sin fronteras. Ahí
aprendí a pronunciar, sin titubeos, la palabra atarraya.
Mi
madre me llevaba a pasar las vacaciones escolares. Siempre me latieron los
colores vivos de las canoas y el sonido que logra el agua cuando avanzan. La
luz de les seis. Nunca entendí por qué los ojos de uno son más pequeños en esos
lugares.
Crecí y
crecieron también mis ganas de atrapar nostalgias en el tiempo. Soy fotógrafo.
Cada que puedo retorno a las playas en busca de imágenes. Imágenes donde pueda
encontrar los pasos de Marina navegando la mañana y del aire que hacía mi
abuelo al hamaquearse por las tardes.
¿Será
acaso la fotografía la imagen viva de lo que ya no está o la imagen muerta de
lo que aún existe?
Quizá
la repuesta se haya borrado de la arena
o viaje pegada a la cáscara de un balón pateado por un niño asoleado. Qué
importa. Hoy sé por qué me gusta tanto, un chingo, mirar hacia el mar.